viernes, 10 de febrero de 2012

Plasmar en la piel. Parte I.

Tomó el valor que necesitaba, suspiró y cerró los ojos a la par de los puños, contuvo el dolor y dejó que la aguja perforara su piel, su cadera. Miró los ojos de su amigo y sonrió aliviada, todo había ido bien. Ahora veía los ojos de aquel hombre que acababa de hacer arte sobre su piel marfileña: un tatuaje que le recordaba una canción, una etapa en su vida que terminaba, al fin, irónicamente, de empezar.
Habían sido días, semanas y meses de soportar todas esas almohadas cubiertas por la lluvia de sus ojos, de todos esos fracasos y frustraciones recibidas por ellas, ahogando gritos y ahogando gemidos de dolor, pero como siempre, impulsiva, un día tomó dinero y la mano de su amigo para ir a un local cualquiera, en una colonia cualquiera, para poder comenzar con su propio final.

¿Cómo poder comenzar a llorar? Era muy fácil, empezar por escoger un día lluvioso, unos audífonos y el soundtrack perfecto para poder recordar, quizá también convenga escoger aquellos rumbos que acogen a los amantes, que se muestran ideales para ser testigos de aquellos besos, caricias casi insolentes y miradas que perduran, no sólo en las almas de ellos, sino también en ese eco de las almas de todos los amantes del mundo. Eso sólo para empezar.
Mostrarse elegante, casi confiado es un must, también hacer planes en los que se incluían colectivamente es necesario. Escribir también. No hay muchas cosas que no duelan posterior a un rompimiento, quizá mucho drama es el sazón, quizá encontrar a alguien a quién poder besuquearse también sea parte de todo el duelo del que se es parte. Disfrutar hasta la última lágrima que se desprende, eso también ayuda, sobre todo en la parte intermedia.

Un tatuaje evita todo el duelo, incluso si es de henna, incluso si es con una pluma, el punto es, se piensa, poder cicatrizar, aunque no sea de un modo natural, sino provocado.

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